domingo, 12 de octubre de 2008

XII. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado

Las autoridades civiles y militares han sido ordenadas por Dios para el bien de los pueblos y las naciones. “Dios, el supremo Señor y Rey del mundo entero, ha instituido autoridades civiles para estarle sujetas y gobernar al pueblo (Sal. 82:1; Lc. 12:48; Ro. 13:1-6; 1 P. 2:13,14) para la gloria de Dios y el bien público; (Gn. 6:11-13 con 9:5,6; Sal. 58:1,2; 72:14; 82:1-4; Pr. 21:15; 24:11,12; 29:14,26; 31:5; Ex. 7:23; 45:9; Dn. 4:27; Mat. 22:21; Ro. 13:3,4; 1 Ti. 2:2; 1 P- 2:14) y con este fin, les ha provisto con el poder de la espada, para la defensa y el ánimo de los que hacen lo bueno, y para el castigo de los malhechores (Gn. 9:6; Pr. 16:14; 19:12; 20:2; 21:15; 28:17; Hch. 25:11; Ro. 13:4; 1 Pe. 2:14). Confesión Bautista de 1689, Artículo 24, párrafo 1.

Las declaraciones anteriores implican que la Iglesia, estando inmersa en la sociedad civil, debe obediencia en los asuntos pertinentes al Estado. Es decir, los asuntos civiles o temporales de nuestras congregaciones, y que correspondan a una regulación del Estado, deben estar sujetas a él. Las iglesias deben procurar el bienestar de la nación, orando por ella y cumpliendo con sus deberes ciudadanos. Para la vida legal de cada congregación, los Estados solicitan algunos requisitos especiales, debemos procurar cumplirlos de tal manera que colaboremos con el buen funcionamiento de las instituciones y organismos de la nación. ¿Qué pasa si un Estado establece leyes que van en contravía de la misión de la Iglesia? ¿Es necesario sujetarse a ellas? Siendo que las autoridades civiles también han sido puestas por Dios, ellas deben buscar el bien común, de acuerdo a los dictados de Dios a través de Su Palabra, pero no siempre las autoridades están sujetas a la Ley Santa de Dios, sino que van en contra de ella; no obstante, siguen siendo autoridad y creemos que han sido puestas por Dios. “Habiendo sido instituidas por Dios las autoridades civiles con los fines ya mencionados, se les debe rendir sujeción en el Señor en todas las cosas lícitas (Dn 1:8; 3:4-6,16-18; 6:5-10,22; Mt. 22:21; Hch. 4:19,20; 5:29) que manden, no solo por causa de la ira sino también de la conciencia”. Artículo 24, párrafo 3. Ahora, si las autoridades civiles o militares imponen leyes ilícitas que chocan con la misión de la Iglesia y le estorban en sus labores espirituales o evangelísticas, es necesario entonces obedecer a la máxima autoridad, a la autoridad de autoridades, es decir, a Dios. Los apóstoles mismos aplicaron este principio, y decidieron obedecer a Dios, antes que a los hombres, en asuntos que chocaban directamente con los principios divinos. (Hch. 5:29). Pero cuando se presenta este choque de poderes es necesario tener en cuenta dos cosas:

Aunque la Iglesia no debe ser limitada en sus deberes espirituales por el Estado, y, cuando se presente este choque sea necesario obedecer a Dios antes que a los hombres, debe tenerse en cuenta que no podemos actuar de manera arbitraria o dañina para con la sociedad, sino que buscaremos cumplir nuestro deber de la manera máxima posible que contribuya al orden general. Puedo explicar este asunto con un ejemplo muy actual en algunas naciones Latinoamericanas, como Colombia. En la ciudad de Bogotá está empezando a ponerse en marcha una Ley de la República que busca organizar el espacio público y segmentar, por categorías, el crecimiento de la ciudad. A este plan se le denomina el POT (Plan de Ordenamiento Territorial). Dentro de este proyecto se busca restringir el uso de los inmuebles de acuerdo al segmento en el cual se encuentren, por ejemplo, en un lugar designado como residencial no puede utilizarse ninguno de sus edificios como industrias o colegios. La idea es poner orden en la ciudad. Esto ha implicado que muchas iglesias locales deberían dejar de utilizar algunos edificios destinados para la celebración del culto público, lo cual se convierte en un obstáculo para el adelanto de la obra del Señor en dichos sectores, puesto que quedarían sin el testimonio de una iglesia bíblica, además muchos de sus miembros dejarían de congregarse debido a las enormes distancias que les tocaría recorrer al ser trasladado el edificio de reunión a un lugar aprobado por el Estado. ¿Qué hacer en este caso? ¿Obedecemos al Estado o a Dios? Debe tenerse en cuenta que el objetivo de esta ley de organización territorial es bueno para la sociedad en general.

Tener una ciudad ordenada facilita el buen desarrollo de la misma. Pero es necesario que las Iglesias locales puedan tener lugares de culto cercanos a las residencias de las personas. Creo que la ley bíblica, y la ley de la razón nos deben conducir a tomar algunas decisiones: Primero, buscar un sitio aprobado por el Estado para celebraciones de culto que quede cercano al barrio, así cumplimos con nuestro deber cristiano y nos sometemos en esta disposición civil. Segundo, si no es posible conseguir este sitio adecuado, en las cercanías de la residencia de la mayoría de los miembros, entonces nos vemos obligados a celebrar los cultos y la obra misionera en las casas de los creyentes. Pero esto no debe hacerse de manera que viole el buen orden de la sociedad, sino que debemos procurar el mejor testimonio. Deberemos realizar nuestros cultos sectorizados, que en una casa no hayan mas de 20 personas, procurando que el volumen de nuestros cantos, oraciones o predicaciones no estorbe la tranquilidad de los vecinos. Charles Hodge, tratando este asunto, afirma “Por cuanto Cristo es la única cabeza de la Iglesia, sigue que su lealtad es hacia Él, y que siempre que aquellos de fuera de la Iglesia quieran coartar sus libertades, sus miembros están obligados a obedecerle a Él antes que a los hombres. Están obligados a resistirse a tales usurpaciones mediante todos los métodos legítimos, y a mantenerse firmes en la libertad con que Cristo nos ha libertado. Están bajo la misma obligación de resistir toda indebida asunción de autoridad por parte de los de dentro de la Iglesia, sea por la hermandad o por los cargos individuales, o por concilios o tribunales eclesiásticos.”[1]

Cuando la Iglesia se ve obligada a desobedecer un mandato del Estado, por estar en contra de la libertad religiosa y de conciencia, es decir, en contra de los mandatos divinos, debemos saber que podemos sufrir el castigo que la Ley civil impone sobre los infractores. Esto pasó con la Iglesia apostólica. Había una prohibición estricta frente a la predicación del Evangelio, pero la Iglesia debía obedecer a la máxima autoridad que les ordenaba predicar este evangelio de Salvación en todas partes; al hacerlo, ellos estaban violando la Ley del Estado y su castigo vino sobre ellos. Muchos fueron encarcelados, azotados, maltratados, enjuiciados, juzgados y otros martirizados.

La Iglesia, en asuntos espirituales, es independiente del Estado. La Iglesia es un organismo supramundano, y no está limitado por las leyes de este mundo en asuntos espirituales. Jesús que su reino no era de este mundo. (Juan 18:36). Sus doctrinas, sus sacramentos, su membresía, sus autoridades espirituales, su disciplina y su culto deben total y exclusiva obediencia a la Palabra de Dios. La función de la Iglesia, en medio de la sociedad, es de carácter espiritual y aquí debe quedarse. Ella no está llamada a interferir en los asuntos temporales del Estado. De la misma forma el Estado debe procurar el bien común, el desarrollo de toda la comunidad mediante leyes justas, pero no tiene el deber de meterse en los asuntos espirituales de sus habitantes, sino que procurará la libertad de conciencia en todos. La Iglesia y el Estado jamás deben mezclarse. “Cuando la Iglesia se ha apoyado sobre el brazo secular, obteniendo privilegios de orden temporal, o ha tomado partido en las luchas políticas y sociales, sólo desastres se han obtenido de tal amalgama.”[2]

¿Deben los creyentes inmiscuirse en los asuntos del Estado? Esta es una inquietud que por muchos siglos ha traído controversia en algunos círculos cristianos. Algunos piensan que los creyentes no deben tener nada que ver con los asuntos políticos, debido a que este ambiente está impregnado de corrupción. “El poder corrompe” es la frase clásica, y en cierto sentido, así es. Una persona que recibe mucho poder para gobernar, y no tiene límites en sus decisiones, muy prontamente su orgulloso y engañoso corazón le conducirá a corromperse y convertirse en un tirano. Pero realmente las Escrituras no prohíben de manera explícita que los creyentes estén involucrados en los asuntos de la política o el gobierno de las naciones. Por el contrario, encontramos ejemplos bíblicos de muchos creyentes que fueron llamados al ejercicio político, y fueron de gran testimonio y bendición para las naciones.

Es mi parecer que los creyentes pueden, y deben involucrarse en la política de sus naciones. La confesión de 1689 dice; “Es lícito para los cristianos aceptar cargos dentro de la autoridad civil cuando sean llamados para ello (Ex. 22:8,9,28,29; Daniel; Nehemías, Pr. 14:35; 16:10,12; 20:26,28; 25:2; 28:15,16; 29:4,14; 31:4,5; Ro. 13:2,4,6); en el desempeño de dichos cargos deben mantener especialmente la justicia y la paz, según las buenas leyes de cada reino y Estado; y así, con ese propósito, ahora bajo el Nuevo Testamento, pueden hacer lícitamente la guerra en ocasiones justas y necesarias. (Lc. 3:14; Ro. 13:4)” Capítulo 24, párrafo 2.

Pero la labor política de los creyentes debe estar regida por algunos principios esenciales:

Solamente los creyentes, individuales, pueden inmiscuirse en asunto de la política. La Iglesia no debe ni está autorizada para ello. Su misión en el mundo es de otra índole. Pero los creyentes, no como miembros del Reino de Dios, sino como ciudadanos de cada Estado, tienen el deber y la responsabilidad de trabajar por el bienestar de su pueblo. Y una forma de hacerlo es influenciando en los asuntos políticos.

Los pastores o ancianos de las Iglesias tienen un deber sublime de trabajar en los asuntos espirituales del Reino de Dios, y, de ninguna manera, deben cambiar este honroso trabajo, para dedicarse a los asuntos temporales de las naciones. Es contrario a su vocación, y se convierte en un desprecio a ella, cuando mezclan sus labores espirituales con actividades de la política. El apóstol Pablo, escribiéndole al pastor de una Iglesia le dice lo siguiente: “Tú, pues, hijo mío, esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús. Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros. Tú, pues, sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo. Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado.” (2 Timoteo 2:1-4). Un pastor que se enreda en los negocios de la política, muy pronto, verá como su ministerio se enflaquece. Además, por ética cristiana, no es correcto que un pastor se lance a la política, porque, en la mayoría de los casos vistos, éstos se aprovechan de su posición de liderazgo y convierten el púlpito en una tribuna política, rebajando así la dignidad de la predicación de la Palabra de Dios. El púlpito solamente debe ser utilizado para proclamar el mensaje claro de la Palabra de Dios, el culto es solamente para eso, rendirle honor a Dios a través de la predicación, la oración, los cantos y la celebración de las ordenanzas. En él no debe haber ninguna cosa extraña. La política no tiene cabida en las actividades eclesiásticas. No podemos invitar a nuestras cultos a ningún político, así sea miembro de la Iglesia local, para que exponga sus proyectos de gobierno; eso es ajeno, extraño y perjudicial para el culto público. Pero los creyentes pueden utilizar otros medios para promover su campaña política entre los cristianos, sin coacción.

Todo creyente que se lance a la vida política de su nación debe tener presente, que, por sobre todo, es un hijo de Dios. Forma parte del pueblo de los redimidos, y él también es sal y luz en medio de un mundo corrompido. Él debe saber que la política en nuestras naciones ha sido rebajada a un sistema corrupto y podrido por los intereses personales de algunos líderes civiles; de tal manera que debe pedir la fuerza del Señor para que no sucumba ante este estado de cosas. Esto implica que solamente los creyentes maduros en su fe, llenos del Espíritu Santo y dependientes de la gracia divina, deben entrar en este campo de batalla. Un cristiano que sucumbe ante los medios corruptos de la política, se convierte en piedra de tropiezo y es vergüenza para el Evangelio. Toda labor que realizamos en el mundo debe estar bañada de la gracia divina y debe ser hecha para la Gloria de Dios (2 Cor. 13:7; Col. 3:23). De allí que, en asuntos de la política, los creyentes deben estar buscando siempre la voluntad de Dios. Un creyente político jamás comprará votos, ya sea por dinero, bienes materiales, ayudas sociales, medicamentos u otros medios, esto es corrupción y es comprar la conciencia de las personas. Siempre buscará sus votos a través de los medios legítimos de la publicación de sus ideas y proyectos. Los votos deben ser ganados por la convicción que demos a los electores de la benevolencia colectiva de nuestros programas. Un creyente político jamás aprobará leyes que vayan en contra de la Santa Ley de Dios, así esto implique su muerte política.

[1] Hodge, Charles. Teología Sistemática Vol. II. Editorial Clie. Página 234.
[2] Lacueva, Francisco. La Iglesia, el Cuerpo de Cristo. Ed. Clie. Página 334.

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